Columnistas

Un paladín antirreformista y su absurdo gesto de piedad

Por Ricardo Ragendorfer (*)

El profesor de Teorías del Estado Rodolfo Rodríguez Riglos se mostró inflexible para resistir los embates de la reforma universitaria de 1918 entre sus alumnos de la Universidad de Córdoba. Toda su empatía estaba reservada para su esposa Aurora Errasas, enferma de Alzheimer.

En la Universidad Nacional de Córdoba flotaba un aire enrarecido. Al concluir la cursada de 1917, el rectorado había cerrado el hospedaje para estudiantes de Medicina en el Hospital de Clínicas por razones “económicas y morales”. Eso, a comienzos del otoño siguiente, encendió la mecha de una inédita oleada de protestas.

Tal fue el contexto de un incidente ocurrido en la Facultad de Derecho; su protagonista: el profesor de Teorías del Estado, Rodolfo Rodríguez Riglos, un sujeto muy gordo, con cabello teñido de caoba y ojillos intimidantes.

Aquel día había ingresado a un aula del primer piso y, sin saludar a los presentes, soltó el portafolio sobre el escritorio para arrancar de la pared una cartelera con panfletos, antes de arrojarla por la ventana. El enorme rectángulo de madera y corcho causó un estrépito cuando cayó en el patio.

Los estudiantes, entre azorados y furiosos, se habían puesto de pié. Y él los fulminó con la mirada. Entonces, dijo: “¡Acá se viene a estudiar, carajo!”.

A continuación quedó en silencio, con los brazos en jarra. Su actitud era desafiante, como si eso bastara para que los estudiantes volvieran a sentarse.

Pero ninguno lo hizo. Uno de ellos hasta avanzó hacia el escritorio para arrebatar su portafolio, que también terminó arrojado al patio.

Al estrellarse sobre las baldosas se abrió, deslizándose de su interior una pistola semiautomática Frommer, calibre 7,65.

El restaurador

Por esa época el control de la universidad estaba en manos de la Corda Frates, una suerte de logia reaccionaria y ultracatólica integrada por un selecto grupo de autoridades y docentes. Rodríguez Riglos era uno de sus miembros.

Aquel hombre vivía en un caserón de Monte Cristo, una localidad rural a 27 kilómetros de la capital cordobesa. Su padre –un español que había huido de las pestes y las guerras europeas– se estableció allí en 1862. Al fallecer tres décadas después, dejó unas 300 hectáreas de campo y casi dos mil cabezas de ganado a sus cuatro hijos. De ellos, Rodolfo –el menor– fue el único en tener un destino académico. Casado con Aurora Errasas –con quien no tuvo hijos–, supo resaltar en aquella sociedad pueblerina: era presidente de la Liga Popular Católica, asistía sin falta a las misas dominicales en la Iglesia Parroquial de la Inmaculada Concepción y portaba el palio en las procesiones; también era un referente del Partido Conservador y socio del Jockey Club. De lunes a viernes partía en su Ford T hacia la sede universitaria, en la Manzana Jesuítica.

Tres meses después, la politización estudiantil que a él tanto lo turbaba logró sacudir los cimientos monacales de la vida universitaria, mutando así en un movimiento tendiente a democratizar la enseñanza superior. Sus ejes eran la autonomía, el cogobierno, la periodicidad de las cátedras y los concursos de oposición. Algo inadmisible para las capas geológicas que hasta ese momento manejaban el claustro cordobés. Pero el presidente Hipólito Yrigoyen no veía con malos ojos dicho proceso transformador, y dispuso su intervención a los efectos de elegir nuevas autoridades mediante un sistema de sufragio, aunque excluía a los estudiantes. De modo que –en virtud a un resultado manipulado por los sectores elitistas y clericales– se impuso en la rectoría el candidato de la Corda Frates, Antonio Nores.

Así se llegó al histórico 15 de junio de 1918.

Aquel día los estudiantes tomaron la Universidad de Córdoba, mientras se difundía su reclamo en el famoso Manifiesto Liminar, escrito por Deodoro Roca y publicado en La Gaceta Universitaria.

Si hay un testimonio gráfico que sintetiza la potencia de esa epopeya es la fotografía de los estudiantes al izar una bandera en el mástil de la terraza del rectorado, tras un enorme escudo argentino tallado en piedra sobre la cornisa.

En aquel mismo instante se desarrollaba una virulenta batalla entre los jóvenes reformistas y los esbirros de Nores, quien se encontraba atrincherado en su despacho sin intención de abdicar al cargo.

Lo acompañaba un grupo de acólitos; entre ellos, Rodríguez Riglos con su Frommer amartillada. Pero no tardó en rendirse. Ya no quedaba nada de ese hombre altanero; su actitud ahora era penosa. Los estudiantes lo dejaron ir con un dejo de conmiseración.
Ellos sabían que él acababa de enviudar.

La piedad

Aurora Errasas de Rodríguez Riglos había muerto el 3 de junio. Tenía 54 años y sufrió una enfermedad no muy conocida por entonces: el Mal de Alzheimer. Esa afección la mantuvo postrada durante mucho tiempo. Tal vez por ello, los habitantes de Monte Cristo se habían habituado a su ausencia y no mostraron sorpresa al enterarse de su fallecimiento en una clínica de Rosario. Su esposo fue el portador de la infausta noticia. Y aseguró que ella había sido inhumada en el cementerio El Salvador de esa ciudad, intercalando en su relato algunas pinceladas desgarradoras sobre la agonía de la mujer. Lo hizo sin disimular su desconsuelo.

No era para menos. Había compartido un cuarto de siglo con ella. Y en los últimos tiempos se vio obligado a alternar sus ocupaciones académicas con la esmerada atención que le dispensaba. Primero, le había llevado un sacerdote para que la exorcizara. Luego le consiguió los mejores médicos. La cuidaba en cada crisis. Cuando los síntomas empezaron a tornarse insoportables –a veces doña Aurora gritaba durante horas y con una voz horrible–, él solía inyectarle sedantes y antidepresivos. Hasta que las drogas dejaron de hacerle efecto. Fue entonces –según sus dichos– cuando la internó en aquella clínica rosarina, una de las pocas especializadas en tal asunto. Allí la señora pasó sus últimos días en posición fetal. Por alguna debilidad anímica, el marido renunció al traslado de la finada a su terruño natal. De ello –recordaban los vecinos– él se había lamentado una y otra vez.

La versión era creíble, salvo por un detalle: el olor –dulzón al principio y, luego, directamente irrespirable– que flotaba en los fondos de su jardín. Esa fragancia atrajo una nube de moscas e inquietó a quienes habitaban las quintas lindantes. Aquello derivó en una denuncia seguida por una discreta pesquisa.

Al respecto fue decisivo el olfato policial del comisario Pedro Múttolo, quien en tamaña pestilencia percibió la clave de un crimen.
Alicaído por la rebelión estudiantil, el viudo llegó a su hogar durante la tarde del 15 de junio a bordo del Ford T. Lo esperaba una comisión policial. Y fue llevado al destacamento por “razones de rutina”.

Allí, tras un hábil interrogatorio, terminó confesando que era justamente el cadáver de doña Aurora lo que afectaba al ecosistema.
“Me jorobaba su sufrimiento. La maté por piedad”, fueron sus palabras.

El método: un golpe brutal en el cráneo con la parte plana de un hacha.

Rodríguez Riglos ingresó al calabozo con una Biblia bajo el brazo y su rosario entre los dedos.
Del otro lado de las rejas nacía la Reforma Universitaria.

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

 

 

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