Columnistas

Una paradoja borgiana

Por Ricardo Ragendorfer (*)

Jorge Luis Borges se reunió con el dictador Videla en un almuerzo en la Casa Rosada en 1976. La próxima vez que lo vio fue en el banquillo de los acusados del juicio a las juntas militares.

La tapa del diario Clarín del 20 de mayo de 1976 mostraba el siguiente título: “Videla dialogó con escritores”, en alusión al almuerzo que él supo ofrecer, un día antes en la Casa Rosada, a Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Leonardo Castellani y al titular de la Sociedad Argentina de Escritores, Esteban Ratti.

La crónica al respecto no incluía ciertos detalles, como que, alzando un brazo con la mano abierta, Borges saludó al anfitrión, diciendo:

–¡Ave César, vencedor de los peronistas!

Ni que, por toda reacción, Videla parpadeó con mal disimulada vanidad. La escena era grotesca. Casi nueve años después, el destino volvería a reunir a esos dos seres en un mismo espacio físico. Claro que, entonces, el sentimiento de Borges hacia Videla ya era diametralmente opuesto.

¿Qué habría sucedido en el medio?

En este punto, es necesario retornar a ese mediodía otoñal de 1976.

El almuerzo desnudo 

“Los escritores son muy importantes para el país, y merecen toda la atención de este gobierno”, soltó Videla con tono marcial, luego de tomar asiento ante la cabecera de la mesa.

En cierto modo, la razón lo asistía: dos semanas antes, Haroldo Conti había sido secuestrado por una patota del Ejército.

¿Acaso no era ese el momento propicio para reclamar por su vida? Pero un pesado silencio envolvía a los comensales.

Seguidamente, la conversación transcurrió por otros carriles. Pero, de pronto, en alusión a un dicho trivial de Borges, el autor de El túnel filosofó:

–Es que nuestro país nunca ha participado en una guerra purificadora.

Esa frase hizo que Castellani, quien además de literato era sacerdote de la Santa Iglesia, casi se atragantara.

Entonces, Videla fue tajante:

–Discúlpeme, señor Sábato, pero estoy en desacuerdo. La purificación del país a partir de una guerra cruenta no es de mi agrado.

Ese almuerzo había adquirido ribetes surrealistas.

Al concluir, cuando Sábato y Borges se retiraban, Castellani sopló unas palabras al oído de Videla, antes de extenderle un papelito.

Fue notable que él, un nacionalista católico con una postura eclesiástica afín al integrismo, haya tenido el coraje de consumar tal acción, dado que ese papel tenía escrito, de su puño y letra, un nombre, el de Haroldo Conti.

A su vez, Ratti entregó una lista de otros escritores secuestrados.

Pero en vano: todos ellos siguen desaparecidos.

Postal de época

Dos días después, un hombre entrado en años descendía de su automóvil, tras estacionarlo en la calle San José, a metros de Alsina.

“En aquel momento –según su relato– oí lo que interpreté como falsas explosiones de motor; después, un clamoreo de voces enfáticas; voces que se aproximaban, hasta que vi un tropel de personas que corrían hacia donde yo estaba. Iba adelante un individuo con traje holgado, color ratón. Y al subir la vereda, tropezó y cayó. Uno de los perseguidores (todos de civil), le aplicó un puntapié extraordinario y le gritó “¡Hijo de puta!”. Otro le apuntó desde arriba, con la pistola de caño más grueso y largo que he visto, y comenzó a disparar. Las cápsulas servidas caían a mi alrededor. Yo me alejé.

Luego, alguien dijo:

–Esos eran los tiros que mataron a un hombre.
Yo había contado lo que pude ver.

–No cuente eso –contestó mi interlocutor–. Mire si todavía lo llevan de testigo. O si no quieren testigos, le van a hacer algo peor.

A pesar del frío, me saqué el sobretodo para ser menos reconocible”.

El testigo en peligro era nada menos que Adolfo Bioy Casares. Y dicha vivencia la volcó en sus diarios íntimos, que fueron compilados en 2001 por Daniel Martino con el título Descanso de caminantes.

¿Acaso aquel episodio, dada la gran amistad de Bioy con Borges, habría cambiado la percepción de este sobre la última dictadura?

Lo cierto es que no hay constancias de que Bioy le relatara el episodio en cuestión, al menos en esos días. De hecho, él no lo menciona en Descanso del caminante ni en su Borges, el voluminoso diario de 1663 páginas, donde consigna todos los encuentros y diálogos entre ellos, desde 1939 hasta 1986.

Aun así, la conciencia de Borges daría, en ese sentido, un giro de 180 grados. Pero, claro, no fue un giro inmediato.

El espejo de los enigmas

Por lo pronto Borges asistió a otro vidrioso almuerzo, esta vez en Santiago de Chile a mediados de ese mismo año, con Augusto Pinochet.

Pero en 1977, al ser invitado nuevamente por el dictador trasandino, no dudó en rechazar el convite. El asunto, en la Argentina, pasó desapercibido.

Desde entonces, los pronunciamientos políticos del autor de El Aleph fueron inexistentes. Hasta el 13 de agosto de 1980.

Ese día, el diario Clarín difundió una solicitada en la cual se exigía a la dictadura que “publique la lista de desaparecidos” y que “informe el paradero de los mismos”. Gran sorpresa causó en la opinión pública que, entre los firmantes, figuraran dos nombres: Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges. Dada la época, un acto de valentía.

Borges había aceptado aportar su rúbrica durante una reunión con dos Madres de Plaza de Mayo, al recibirlas en su departamento de la calle Maipú.

Desde entonces, sus críticas al régimen de facto fueron frecuentes.

Ello hasta le valió un incidente callejero, cuando, al pasar por la vereda del Círculo Militar, un oficial del Ejército lo increpó, al grito de:

–¡Borges, usted es un sinvergüenza! Cómo es que, con antepasados militares, se atreve a decir…

El escritor lo interrumpió y, blandiendo su bastón, hizo escuchar su voz:

–¡Retírese, porque no respondo de mí!

Desconcertado, el milico se alejó de allí con pasos cortitos y veloces.

Ya en democracia, el 22 de julio de 1985 se desarrollaba una audiencia del Juicio a las Juntas.

Desde el banquillo de los acusados, Videla advirtió la presencia de Borges entre el público.

El escritor, horrorizado, oía el testimonio de un sobreviviente, mientras, tal vez, el teniente general del exterminio evocara el ya remoto almuerzo en el cual había conocido a ese hombre.

Ahora, el destino los había vuelto a reunir.

Una paradoja borgiana.

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

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