Hacia enero de 1981, después de la presidencia de Jimmy Carter, los EEUU habían caído en una profunda depresión psicológica. Por primera vez el país había tocado los dos dígitos de inflación anual; las tasas de interés alcanzaban, consecuentemente, alturas nunca vistas en la historia de la Reserva Federal; el país venía de sufrir una espantosa humillación con los rehenes secuestrados por la revolución islámica de los ayatollahs en la embajada en Teherán y una misión organizada por Carter para rescatarlos había terminado en un fiasco con soldados muertos y helicópteros caídos en el desierto iraní.
Un profundo sentimiento de debilidad y de sentirse perdedores -quizás por primera vez en la historia- se había apoderado de gran parte del espíritu nacional y la autoestima había caído a niveles jamás conocidos en la zaga norteamericana.
En medio de ese desasosiego, un ex actor de Hollywood que había sido dos veces gobernador de California y al que se empezaba a conocer por el apodo de “El Gran Comunicador”, llegó a la presidencia haciendo centro en un mensaje que justamente apelaba a recuperar el sano orgullo nacional, esa autoestima todopoderosa a la que todo el mundo no dudaba en identificar como una de las principales razones por la que los EEUU se habían convertido en el fenómeno político y económico más exitoso de la historia humana.
El nuevo presidente asumió el cargo en una tradicional ceremonia repetida sin interrupción en los anteriores 205 años en medio del frío del invierno boreal. En su discurso inaugural, Ronald Reagan volvió a apuntar a esa fibra dormida de su país porque estaba seguro que si lograba despertarla con palabras no chauvinistas pero si cargadas de fe y de confianza en las propias fuerzas, gran parte de los problemas que enfrentaba el país serían mucho más fáciles de solucionar.
Todo su speech giró alrededor de ese centro pero es hacia el final en donde, en cuatro o cinco líneas, resumió con excelencia lo que quería decir, el mensaje que quería transmitir. Reagan dijo textualmente:
“La crisis que enfrentamos requiere de nuestro mejor esfuerzo y de nuestro deseo de creer en nuestra capacidad de llevar adelante grandes hazañas; de creer que juntos, con la ayuda de Dios, podemos resolver y resolveremos los problemas a los que ahora nos enfrentamos. Y después de todo, ¿por qué no habríamos de creerlo? ¡Somos americanos!”
La parte final del discurso del 9 de julio del presidente Milei me hizo acordar mucho a esa escena registrada en Washington hace 43 años. Y si a eso le sumamos que no tendríamos que explicar mucho para demostrar que el nivel de depresión psicológica de la Argentina es muchísimo peor de la que padecían los EEUU en 1981, entonces los paralelos y las similitudes se acrecientan.
El presidente, después de resumir las distintas penurias que padecemos y que él ha heredado de 100 años de populismo barato, dijo lo siguiente en la puerta de la Casa Histórica de la Independencia: “Sé que para algunos parece una tarea imposible […] y que tratar de salir adelante en la Argentina a veces se siente como cargar con la piedra de Sísifo. Pero les digo: sabemos que una Argentina distinta no es posible haciendo lo mismo de siempre y no vamos a parar hasta cambiar de raíz los males que aquejan a nuestro país. Y estamos seguros de que si lo hacemos juntos tendremos éxito porque lo hemos hecho en el pasado y lo podemos volver a hacer, porque no somos cualquier pueblo: somos la Argentina y porque la victoria en el campo de batalla no depende de la cantidad de soldados sino de las fuerzas que vienen del Cielo. ¡Viva la Patria y Viva la Libertad, carajo!
Seguro lo conoce, pero ignoro si el presidente se inspiró en Reagan para redondear estas palabras. Pero lo cierto es que el parecido de las situaciones y de la táctica presentada para encararlas es muy similar. (Noten las partes resaltadas en negrita en los dos discursos).
Dos países (cada uno en su medida) devastados por el desasosiego que escuchan de una voz nueva una convicción conmovedora que apela a las fibras más íntimas del orgullo nacional y que centra en la creencia de que esa fibra está aún allí -a pesar de los esfuerzos por anestesiarla- la mayor esperanza de la recuperación.
Los Estados Unidos después de aquel enero de 1981, emprendieron una notable restauración no solo económica sino, fundamentalmente, psicológica, que los volvió a convencer de su peso en el concierto de las naciones y los colocó, otra vez, en la vanguardia de la defensa de los derechos civiles, de la libertad individual, de la expansión del comercio y de la victoria sobre el yugo socialista.
Una ola de innovación tecnológica, cultural y mental empezó en los ’80 para ese país. Una ola que continúa hasta hoy, pese a que nuevas fuerzas del desaliento y de la culpa vergonzante quieren volver a ponerla en peligro, ahora usando otras herramientas y otras tácticas.
La Argentina también fue demolida en su altivez y en su antigua bizarría. La auto convencieron de que era un país pobre, uno más en una región marginal del mundo; un país que, en todo caso, debería sentirse avergonzado si alguna vez había sentido ínfulas de superioridad y de liderazgo regional.
Todo ese esmerilamiento también fue parte del plan de hacer de este un pueblo enfermo, bruto, ignorante, mal alimentado y sin aspiraciones: un pueblo, entonces, más fácil de dominar.
No sabemos si ese reto que Milei parece querer plantearle a la enjundia nacional será aceptado o rechazado. No sabemos si la idea de un desafío es todavía algo que entusiasma a los argentinos o si ya están tan domados que han perdido la libido de tomar la vida en sus manos y que, para ahorrarse problemas, prefieren que sus vidas las resuelvan otros.
Pero si aún queda un resabio de dignidad en el fondo de aquel pueblo que supo cruzar Los Andes para liberar a medio continente, el camino de la recuperación será más fácil de lo que parece, si solo nos dejamos llevar por la dimensión de las dificultades y la profundidad de la decadencia.
Qué 208 años después de la Independencia haya sido necesario escribir en 10 puntos un resumen de lo que deberíamos ser cuando cualquiera podría haber creído que eso, justamente, había sido resuelto ya en los cimientos de nuestra historia, da la idea del enorme tiempo que perdió la Argentina. Un tiempo que sirvió para empobrecer al pueblo y para enriquecer a la gente equivocada.
(*) Periodista de actualidad, economía y política. Editorialista. Abogado, profesor de Derecho Constitucional. Escritor