
Crónica de una moral extraviada
Lo que alguna vez fue el símbolo de la fraternidad universal hoy parece un espejo de las tensiones que dice combatir. Desde Kissinger hasta María Corina Machado, el Nobel de la Paz ha perdido su inocencia: ya no premia la ausencia de guerra, sino la conveniencia de las causas.
El premio que quiso salvar el mundo
Desde hace más de un siglo, el Nobel de la Paz camina por una cornisa resbaladiza entre la gloria y la sospecha.
Nació del remordimiento de un hombre que inventó la dinamita y quiso reconciliarse con la humanidad. Alfred Nobel soñó que su fortuna sirviera para premiar a quienes sembraran la fraternidad entre las naciones.
Pero el sueño terminó convertido en un rito solemne donde la política viste de gala y la moral asiste con escepticismo.
El Comité Noruego del Nobel —cinco miembros elegidos por el Parlamento de Oslo— se ha transformado en una especie de sanedrín global que decide, desde un escritorio nórdico, quién merece ser considerado apóstol de la paz.
Y cada año, cuando se abren los sobres y se pronuncian los nombres, el mundo vuelve a debatirse entre la admiración y la incredulidad.
María Corina Machado: la paz en clave geopolítica
En 2025, el nombre de María Corina Machado resonó como un tambor entre la nieve noruega.
El Comité la describió como “una llama de esperanza” en medio de la oscuridad latinoamericana, elogiando su “incansable labor por una transición democrática y pacífica”.
Pero toda llama proyecta su sombra.
La entrega del galardón, más que un acto de justicia, pareció una declaración de intenciones.
Machado no fue premiada por la paz alcanzada —porque aún no existe—, sino por la paz prometida según la narrativa occidental.
Y en esa paradoja late una pregunta que el Comité prefirió no escuchar: ¿cómo puede otorgarse el Nobel de la Paz a una persona que, cada vez que habla, clama por la intervención militar de potencias extranjeras en su propio país?
Esa contradicción moral convierte la idea de paz en un arma retórica: se celebra la diplomacia con el mismo lenguaje de la pólvora.
Su consagración moral es también el triunfo simbólico de un relato político: el del hemisferio que decide qué luchas merecen la luz y cuáles deben quedar en la penumbra.
Así, el Nobel vuelve a confundirse: cree premiar la resistencia y termina bendiciendo la conveniencia.
La paz se convierte en vitrina, y el galardón, en una herramienta diplomática más dentro del tablero del poder.
Oslo, el templo que olvidó su credo
Alfred Nobel quiso que el premio de la paz se entregara en Oslo y no en Estocolmo porque desconfiaba del militarismo sueco.
Ironías del destino: más de un siglo después, el militarismo se transformó en moralismo político.
El Comité de Oslo no porta armas, pero sí discursos. No declara guerras, pero sí alianzas.
Y cada premiación parece un comunicado de política exterior envuelto en flores blancas.
En el salón del Ayuntamiento, entre alfombras y coros, la palabra paz suena cada vez más hueca.
Los aplausos son diplomáticos, los discursos previsibles y los silencios… demasiado elocuentes.
El Nobel de la Paz, que nació para unir, hoy divide por omisión: calla ante unos conflictos, condena otros y elige causas que encajan mejor en la retórica de las democracias del norte.
El problema no es solo a quién se premia, sino a quién se ignora.
En un mundo donde la paz se mide en minutos de televisión, las guerras sin cámaras no existen.
Kissinger, Obama y el eco de la ironía
La historia del Nobel de la Paz podría escribirse también como una paradoja del poder.
En 1973, el galardón fue para Henry Kissinger, arquitecto de bombardeos y negociador de treguas en Vietnam.
Su contraparte, Le Duc Thọ, tuvo la dignidad de rechazarlo: “No hay paz en mi país”, dijo con la sobriedad de quien no necesita medallas.
Kissinger, en cambio, la aceptó y la devolvió años más tarde, cuando la hipocresía ya era parte del archivo histórico.
Tres décadas después, el Comité volvió a tropezar con su propio espejo.
En 2009, Barack Obama fue premiado apenas nueve meses después de asumir la presidencia.
No por sus actos, sino por sus intenciones. Fue el Nobel del porvenir: un voto de confianza al discurso.
Mientras tanto, los drones sobrevolaban Afganistán y Libia, recordándonos que la paz también puede firmarse desde el aire.
En esos casos, la palabra “paz” se volvió sinónimo de relato, y el relato, de poder.
Los silencios del Comité
El Nobel de la Paz ha reconocido a héroes verdaderos –Mandela, la Cruz Roja, Malala-, pero su prestigio se ha erosionado por la selectividad de su mirada.
Cuando premia a una periodista encarcelada en Rusia o a una activista iraní, su gesto es noble. Pero cuando calla frente a los genocidios en Gaza, Yemen o el Congo, su silencio retumba como un tambor hueco.
No se puede hablar de paz con los ojos vendados.
La paz no es una geografía ni un idioma: es una verdad incómoda que no cabe en los comunicados oficiales.
El Comité parece olvidar que la moral no tiene fronteras y que la neutralidad no se declama, se practica.
Porque cada vez que calla, cada vez que premia según el viento de la política, el Nobel pierde un fragmento de su alma.
La paz como espectáculo
Las ceremonias de Oslo se parecen cada vez más a los premios Óscar del humanitarismo.
Hay música, lágrimas y discursos conmovedores, pero también guiones ensayados, cámaras que buscan ángulos emotivos y un público que aplaude sin convicción.
La paz se volvió performática: un producto cultural que se vende al por mayor en los noticieros y se olvida en las trincheras.
El mundo aplaude porque necesita creer. Y el Comité entrega porque necesita ser creído.
Pero entre el aplauso y la necesidad se esconde el vacío: la distancia entre el gesto simbólico y la transformación real.
El premio que ya no sabe a quién sirve
Desde Henri Dunant, fundador de la Cruz Roja, hasta María Corina Machado, el Nobel de la Paz ha transitado del idealismo a la sospecha.
En su intento de premiar la virtud, se ha vuelto víctima del contexto: ya no distingue entre el pacificador y el conveniente, entre la causa justa y la útil.
El galardón que quiso reconciliar al mundo hoy parece necesitar reconciliarse consigo mismo.
Porque la paz, cuando se utiliza como arma política, deja de ser paz: se vuelve consigna, ornamento, espectáculo.
Y acaso esa sea la lección final de este siglo fatigado: que incluso los premios nacidos de la culpa pueden terminar sirviendo al poder.
El Nobel de la Paz sigue siendo un faro, sí, pero uno que ilumina según la dirección del viento.
(*) Escritor, periodista; especialista en agregado de valor y franquicias. Columnista de opinión


