Columnistas

De la cárcel al shopping

Por Ricardo Ragendorfer (*)

El 6 de septiembre de 1971, Pepe Mujica y otros máximos dirigentes tupamaros lograron escaparse de la cárcel de Punta Carretas, burlándose del gobierno.

Durante la mañana de aquel lunes, el viejo Volkswagen Escarabajo que venía por la avenida Ellauri, del barrio montevideano de Punta Carretas, se detuvo a la altura del shopping del mismo nombre, y de la cabina saltó el expresidente de Uruguay, José Mujica (a) “Pepe”, con una agilidad notable para alguien de 86 años. Su esposa, Lucía Topolansky, sin moverse del vehículo, lo observaba con un dejo de emoción.

Era una de las pocas veces, desde el inicio de la pandemia, que la pareja abandonaba la pequeña chacra de Rincón del Cerro, a pocos kilómetros de esa ciudad, la cual incluso habitaron cuando él gobernaba el país.

Ahora Mujica escrutaba la fachada del shopping. Es posible que en ese instante su mente retrocediera medio siglo, hasta anclarse en la mañana del 6 de septiembre de 1971, cuando aquella edificación no era precisamente un centro comercial sino una cárcel de alta seguridad.

Luego, lentamente, giró la cabeza hacia el descascarado caserón de enfrente. Y tal vez se preguntase qué habría sido del taxista Jesús Torretas, quien entonces viví allí.

Pues bien, ese sujeto fue el único testigo de esta historia. Lo prueba una llamada telefónica que él hizo al clarear aquel remoto día –también un lunes– a la Jefatura de Policía. –Soy vecino del Penal de Punta Carretas –dijo, a modo de saludo.

Y tras un breve silencio, agregó:

–Se acaban de fugar los presos.

Desde el otro lado de la línea, alguien dijo:

–Espere un momento, que llamamos a la cárcel.

Luego, aquella voz regresó al auricular.

–Dicen en la cárcel que está todo normal.

–Pero, señor, no le estoy mintiendo. ¡Hicieron un túnel que desemboca en mi casa!

La respuesta fue:

–No moleste más, imbécil.

Y se escuchó el click que dio por terminada la comunicación.

Al rato, el director del penal pasó con una linterna por las celdas.

–¡No hay nadie! –fue lo único que atinó a gritar.

–¡Acá tampoco! –le contestó un guardia, desde la otra punta.

Las sirenas empezaron a sonar. Los presos que no se fueron observaban la escena por las mirillas de sus celdas sin dejar de reírse.

Ese día, el señor Torretas fue arrancado de su hogar por una patrulla de militares a punta de fusil. “¡Yo fui el que avisó!”, bramaba una y otra vez.

Días de guardar

Eleuterio Fernández Huidobro –quien, durante la presidencia de Mujica, fue su ministro de Defensa– tenía entonces 25 años y ya era uno de los cuadros más relevantes del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T). El 8 de octubre de 1969 ingresó a Punta Carretas, tras ser apresado durante la toma de Pando, una audaz incursión de la guerrilla que incluyó el copamiento de la comisaría y el atraco a tres sucursales bancarias en esa localidad, ubicada a 32 kilómetros de la capital. En el sector más vigilado del penal, había un centenar de tupamaros presos.

En marzo de 1970, Mujica fue sumado a ese lote, luego de ser herido en un tiroteo con la policía en un bar de Montevideo.

Y en agosto de aquel año llegó Raúl Sendic, el legendario fundador y jefe del MLN-T. “El Bebe” –tal como lo llamaban– había caído en medio de las negociaciones con el gobierno encabezado por Jorge Pacheco Areco para liberar al norteamericano Dan Mitrione, un instructor del FBI en técnicas de contrainsurgencia, secuestrado por los tupamaros. Al tipo se lo ejecutó unos días después.

Pacheco Areco, un líder del Partido Colorado que asumió la presidencia en diciembre de 1967, fue el timonel de una suerte de dictadura constitucional.

Durante ese crudo invierno también estaba en el penal de Punta Carretas el “Loco Arión”, tal era el apodo de un preso común que tendría un rol crucial en la trama que se estaba por desatar.

El preso de la celda 73

El nombre de pila de Arión se extravió en las hendijas del tiempo; solo se sabe que el apellido de ese muchacho alto, desgarbado y con mirada encendida, era Salazar. El tipo supo ser un avezado asaltante, muy respetado en los ambientes de avería. Lo cierto es que los presos políticos no tardaron en advertir su gran sentido solidario. Y lograron que fuera alojado en la celda 73. Se trataba de un sitio clave en el plan de fuga que los “tupas” empezaban a pergeñar. Ese plan –según ellos– sería un verdadero abuso a las autoridades.

Por tal motivo, aquel asunto pasó a la posteridad como la “Operación Abuso”.

Punta Carretas tenía 400 celdas divididas en cuatro pisos. En el medio, un patio con su puesto de observación; un panóptico. Para construir el túnel fue necesario que los carceleros alojaran en una celda estratégica a un preso común para no despertar sospecha. Esa era la celda 73.

Así fue como el Loco Arión fue a dar en aquel agujero oscuro. Además, se debía copar una vivienda para salir del penal y ganar la calle sin despertar sospechas. Ese fue el caserón de la avenida Ellauri.

“La construcción del túnel empezó el 3 de agosto de 1971, después de las siete de la mañana, cuando terminó el control de presos en las celdas. En verdad, habíamos iniciado el plan mucho antes, cuando empezamos a abrir los huecos entre celda y celda que nos permitiría formar un gran corredor interno por el que pasaríamos todos hasta la celda 73”, relataría Fernández Huidobro muchos años después.

Para los primeros días de septiembre el plan de fuga marchaba sin pausa ni respiro, pero con las dificultades lógicas de tal obra maestra de la ingeniería en su variante más desesperada: la falta de aire, con la consiguiente fatiga de quienes abrían el pasadizo, no estaba en sus planes.

Cuando ya se había socavado unos 20 metros de túnel, los “tupas” se encontraron con los restos de otro túnel, el que en 1931 sirvió para que siete anarquistas se fugaran. Semejante hallazgo fue una bocanada de oxígeno más que simbólica: cuatro décadas después, ellos desandarían ese mismo camino, no sin antes acuñar una inscripción: “Aquí se cruzan dos generaciones. Dos ideologías y un mismo destino: ¡La Revolución!”.

La ceremonia del adiós

Durante la noche del 5 de septiembre, los internos alojados en los pabellones tupamaros respetaron la rutina de siempre. Horas después, bajo un silencio sepulcral, 106 presos políticos y seis pistoleros comunes iniciaron su camino hacia el exterior.

El taxista Torretas, no sin una mezcla de azoro y terror, vio cómo esa interminable procesión de guerrilleros brotaba del orificio que, súbitamente, había estallado en medio de su patio. Y tras emerger el último evadido, oyó que una voz le soplaba a sus espaldas:

–Ya se terminó todo, pero ustedes no salgan a la calle antes de media hora. Hay gente vigilando con armas largas.

Era la voz del Pepe Mujica.

A los 30 minutos, exactamente, el tipo se comunicó con la policía.

A más de medio siglo de aquel luminoso amanecer, y con los ojos aún clavados en el caserón, sintió el aleteo de la melancolía. En ese momento se largó a llover. Y un viento frío le azotó la cara. Entonces volvió al viejo Volkswagen y, muy despacio, como para no alborotar a sus fantasmas, se alejó de allí.

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

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