Columnistas

El abogado es el diablo

Por Ricardo Ragendorfer (*)

Con la llegada de la democracia, los grupos de tareas de la dictadura se reconvirtieron y empezaron a hacer lo que sabían: secuestros extorsivos. Roberto Buletti fue uno de los casos más paradigmáticos.

El otoño de 1985 quedó marcado por una circunstancia crucial. La resume una ya amarillenta fotografía fechada el 22 de abril, que exhibe un plano general de la sala de audiencias del Palacio de Justicia de la Nación. El sitio está colmado. Los magistrados y los fiscales lucen adustos. Los acusados –nueve comandantes de las tres primeras Juntas Militares del llamado “Proceso”– están tiesos, como si fueran estatuas. La imagen es estremecedora.

La restauración de la democracia no era sencilla, dado que aún palpitaban ciertos reflejos del terrorismo de Estado aplicado por la dictadura; entre estos, el accionar de la “mano de obra desocupada”. Así se les decía a sus esbirros que en esos días, desde el ámbito privado y con fines comerciales, hacían lo mismo que antes, cuando actuaban en defensa de la “sociedad occidental y cristiana”; o sea, secuestrar personas.

Cabe aclarar que, ya en la década anterior, hubo integrantes de las patotas operativas del régimen –es decir, siendo aún la “mano de obra ocupada”– que alternaban sus tareas represivas con esta clase de travesuras.

Pero, ya bajo el gobierno de Raúl Alfonsín, comenzarían a hacerse notar.

Por caso, durante la mañana del 29 de julio, cuando el Juicio a las Juntas estaba en pleno desarrollo, los peatones que transitaban la esquina de Virasoro y Charcas fueron testigos del secuestro de un hombre, luego de ser interceptado su automóvil por otro, cuyos ocupantes lo arrancaron de la cabina con la típica sincronía de los Grupos de Tareas.

El asunto solo mereció un suelto en la sexta edición del diario Crónica de ese día, pero sin datos sobre la víctima.

Recién en mayo de 1987, esta trama daría un giro impensado.

Pero vayamos por partes.

El salvador

En diciembre de 1979, dos empresarios tomaban café en la confitería Doney, frente a los bosques de Palermo.

–Es un excelente muchacho –dijo uno.

–Yo le debo la vida –aseveró el otro.

Se trataba de Fernando Combal y Osvaldo Sivak.

Ambos habían sufrido sendos secuestros extorsivos en el transcurso de aquel año. El primero, en la mañana del 8 de mayo. El otro, en la noche del 7 de agosto. Ambos fueron liberados pocos días después a cambio de suculentos rescates. Ahora cambiaban impresiones al respecto, sin ahorrar elogios hacia un joven oficial de la División de Defraudaciones y Estafas que intervino con suma eficiencia en aquellos casos.

Combal –que había sido privado de su libertad por la banda encabezada por el agente del Batallón 601 Leandro Sánchez Reisse– conoció al principal Roberto Ignacio Buletti al día siguiente de concluir tan dramática experiencia, cuando este acudió a su casa con el propósito de recabar ciertos datos. En esa ocasión, el policía, de apenas 25 años, lo impresionó por su profesionalismo.

Algo similar le pasó a Sivak. Pero con un detalle accesorio: mientras él estaba secuestrado, Buletti acompañó y contuvo a su padre, Samuel Sivak, en la negociación con los captores. Luego jugó un rol determinante en la pesquisa que llevó a la cárcel a los subcomisarios Alfredo Vidal y José Ahmed, junto a otros integrantes de la Superintendencia de Seguridad Federal.

Buletti recibió una generosa recompensa por parte de don Samuel, con la que compraría su primera casa. También pasó a ser el custodio personal de la familia, además de conseguir un contrato para su papá y su tío en el sector de seguridad del Buenos Aires Building, la financiera de los Sivak.

Pues bien, el hombre que durante la mañana del 29 de julio de 1985 fue secuestrado en la esquina
de Virasoro y Charcas no era otro que Osvaldo.

Ese mismo día, su esposa, Marta Oyhanarte, y su hermano, Jorge Sivak, se comunicaron con Buletti, quien, desde luego, se puso a disposición de ellos. Y recomendó informar todas las novedades a la Policía Federal.

El rescate no tardó en ser pagado: un millón de dólares. Sin embargo, el empresario no aparecía.

Los días y los meses transcurrían sin novedades.

Con el correr del tiempo, esa circunstancia inconclusa –y, por lo tanto, no resuelta– mutó en un verdadero escándalo político.

Ya se dijo que, recién en mayo de 1987, el caso daría un giro impensado.

El verdugo

Días antes, Buletti había sido detenido en Salta con un cargamento de cocaína y se encontraba en la cárcel Villa Las Rosas.

Debido a una sumatoria de situaciones, la investigación sobre el paradero de Sivak comenzó a apuntar sobre él y otros policías: Carlos Galeano, Carlos Lorenzatti, Rubén Caeta, Rafael Bi- vorlavsky, Roque Miera y Benigno Lorea, quienes no tardaron en ser arrestados.

Se descubrió que Buletti había comandado los secuestros extorsivos de Eduardo Tomás Oxenford y Benjamín Neuman, realizados, respectivamente, en 1978 y 1982. Ninguno apareció con vida.

Eduardo era hijo del presidente de la Fábrica Argentina de Alpargatas. Este –según la declaración indagatoria de Buletti– dejó helados a los captores, cuando respondió: “Sí, señor. Ya sé que lo han secuestrado. Pero les diré dos cosas: que los 750 mil dólares no los reuniré jamás, y que ya hice la denuncia policial”. Los restos del joven fueron enterrados en el fondo de un chalé que el grupo había alquilado en Lomas de Zamora.

Neuman, que estuvo detenido en una casaquinta de Talar de Pacheco, fue asesinado horas después de que se pagara el rescate.

En el caso de Sivak, debido a la relación laboral que Buletti mantenía con su familia, los trabajos de inteligencia sobre sus movimientos resultaron un juego de niños. Había llegado de Europa, en un viaje de placer compartido con Marta y sus cuatro hijas.

Existe la certeza de que su empleado actuó a cara descubierta. Y ello –ya se sabe– equivalía a una sentencia de muerte. Por esta razón, la víctima fue malograda de inmediato.

El suboficial Lorea, que fue exonerado de la Policía Federal en 1985 por encubrimiento de contrabando, fue el ejecutor. El asesinato ocurrió en un local de Monte Chingolo, alquilado días antes a los efectos del secuestro. Y Buletti fue quien ordenó esa muerte.

El cuerpo fue hallado el 3 de noviembre de 1987 en la zona de Abasto, al costado de la ruta 2.

Desde su celda, Buletti solo atinó a decir:

–La verdad es que Sivak era un buen tipo.

Y tras un pesado silencio, agregó:

–Pero “chupar” gente fue lo único que aprendí en la época de los milicos.

Se cree que, además de estos hechos, Buletti también habría participado en delitos de lesa humanidad. Eso no solo se desprende de aquella frase, sino también por su pertenencia a la Superintendencia de Seguridad Federal, porque esa unidad policíaca estaba subordinada al Batallón 601 del Ejército.

Por sus secuestros extorsivos, Buletti obtuvo una condena a perpetuidad. Y se lo alojó en un sector del penal de Caseros destinado a ex integrantes de las fuerzas de seguridad. Y cursó la carrera de Abogacía en el Centro Universitario de esa cárcel. Y logró recibirse cuatro años después.

En 2016 se le dio por cumplida la condena.

Ahora trabaja de abogado.

 

(*) Periodista de investigación y escritor, especializado en temas policiales

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