
Hay una frase que circula con fuerza en los márgenes de la discusión pública: “Los mileístas son kirchneristas con peluca”. Suena provocadora, exagerada, pero conviene mirar más allá del chiste. Porque si dejamos de lado los colores, las banderas y los íconos, y observamos las formas que adoptan los militantes de uno y otro lado, las coincidencias son más que inquietantes.
Ambos espacios nacieron como reacción furiosa a un sistema que consideraban podrido. Y en su intento de purificarlo, terminaron pareciéndose.
La política como cruzada religiosa
Cristina venía a “devolver la política”. Milei, a “destruir la casta”. No gobiernan: redimen. No proponen: evangelizan. El poder no es instrumento, es mística.
Ambos se ven como elegidos. Y en su épica personal, no hay lugar para adversarios legítimos. Hay enemigos. Antipatria. Casta. Gorilas. Zurditos de mierda. La palabra reemplaza al argumento. El dogma, al debate.
Desprecio por las instituciones
El kirchnerismo intentó colonizar la Justicia, desoyó fallos, promovió jueces adictos. Javier Milei ningunea al Congreso, hizo caer Ficha Limpia y descalifica a la Corte. Las reglas solo importan si garantizan obediencia.
Cuando el poder no encuentra límites, no se autolimita: los borra.
Ataque sistemático a la prensa
El kirchnerismo marcó a periodistas con nombre y apellido. Les inventó operaciones, les asignó motes, los expuso en cadenas nacionales y mandó a niños a escupir sus fotografías. Milei hace lo mismo, pero en 4G y sin filtro: los llama “ensobrados”, “corruptos” y “sicarios de la desinformación”, mientras sus seguidores piden prisión para periodistas. No denuncia errores: descalifica trayectorias. No responde críticas: las convierte en blanco.
La diferencia no es de fondo, sino de plataforma. Antes era 6-7-8. Hoy es Twitter (X). Pero el mensaje es el mismo: quien pregunta, ataca; quien incomoda, miente.
En ambos casos, el poder no busca cuestionar a la prensa: busca domesticarla.
Insultar al que piensa distinto
“Gorila” vs. “zurdos de mierda”. Dos formas distintas de decir lo mismo: si no pensás como yo, sos basura. El que disiente no se escucha: se anula. El que critica no se responde: se aplasta.
Así, el diálogo se convierte en campo de batalla. Y la política, en guerra santa.
El juez propio
Zaffaroni para Cristina. Lijo para Milei. La Justicia no como árbitro, sino como ficha. No importa el currículum, las denuncias ni los vínculos: importa que fallen como se espera.
La Corte no es justicia: es estrategia de poder. Y la independencia, un lujo ingenuo.
El culto al líder
Cristina fue una identidad. Milei, una marca. Sus seguidores no los apoyan: los veneran. Y como en toda religión, el que duda es hereje. El que no adora, traiciona.
El poder se convierte en dogma. Y el dogma, en dependencia emocional.
Se acusan de destruir la República… mientras la empujan juntos al abismo
Kirchneristas y mileístas se gritan dictadores, fascistas, populistas, zurdos, vende patria. Pero en el fondo, necesitan al otro para sobrevivir. Porque en esta Argentina partida, el antagonismo no es un problema: es un combustible.
Mientras se insultan desde trincheras opuestas, se parecen cada vez más. Y en ese juego de espejos rotos, la República queda en el medio.
Los extremos se copian
Y aunque se odien, construyen con el mismo manual.
Uno que desprecia las reglas, necesita enemigos y convierte a la política en una religión.
La democracia no se rompe de un día para el otro.
Se va pareciendo cada vez más a su peor versión.
Y nadie se hace cargo. Porque, claro, la culpa siempre es del otro.
(*) Licenciado en Ciencias Políticas. Consultor Político. Experto en Terrorismo y Crimen Organizado. Periodista. Analista Internacional.