Columnistas

Matarás en nombre del Señor, tu Dios

Por Iván Nolazco (*)

Ve ahora y ataca a Amalec, destruye por completo todo lo que tiene. No te apiades de él: mata a hombres, mujeres, niños, recién nacidos, bueyes, ovejas, camellos y asnos”. — Biblia, 1 Samuel 15:3

Todo ocurrió un viernes 13, como si los viejos mitos de la mala suerte quisieran redimirse demostrando que aún existen. Aquel día, Israel lanzó un ataque quirúrgico —ese eufemismo moderno para matar sin que la conciencia moleste— contra Irán, eliminando a científicos y generales que, según los portavoces de Jerusalén, representaban una amenaza inminente. Como si el tiempo fuera una bomba a punto de estallar desde 1992.

La decisión no se tomó en el aire. Un día antes,  Bensajmín Netanyahu —ese hombre al que algunos llaman estadista y otros simplemente superviviente— había logrado contener a su ala más fanática: impidió que sus aliados ultra-ortodoxos derribaran su gobierno, no por acuerdos ni principios, sino por ese instinto frío y despiadado que tienen los animales cuando presienten la muerte. Era eso o caer. Y para Netanyahu, caer no es una opción: su caída sería también la del país, la de la democracia, la del mundo libre. Eso repite, eso cree, eso hace creer.

Pero el ataque no fue solo un acto militar. Fue también una jugada política, una señal para Estados Unidos, una bofetada diplomática a Francia —que se preparaba para reconocer al Estado palestino— y un gesto hacia el mundo: “Aquí mando yo. Aquí se hace la guerra cuando yo la necesito”.

La guerra como método. Como programa. Como destino. La Biblia se vuelve dron. El mandamiento se vuelve misil.

Porque Netanyahu no gobierna como los demás. Gobierna como quien se sabe elegido, no por el voto ni por las leyes, sino por una fuerza más oscura: la de los hombres que creen que sin ellos el mundo caería en el caos. La de aquellos que, ante el peligro de su propia irrelevancia, están dispuestos a incendiar la historia.

Desde 1992 viene advirtiendo que Irán está a punto de fabricar una bomba nuclear. Lo dijo hace treinta años, y sigue diciéndolo. Con la misma seguridad, con el mismo tono grave, con la misma mirada encendida. Hay en su voz una fe inquebrantable. No en los hechos, sino en la repetición. Porque lo que no ocurre puede ocurrir, y si no ocurre, mejor: así se puede seguir temiéndolo.

Lo mismo hizo con Irak. Con Libia. Con Siria. También ellos —dijo— tenían armas terribles, armas malditas, armas que justificaban cualquier invasión, cualquier destrucción, cualquier mentira. Pero aquellas armas nunca existieron. Y, sin embargo, la historia avanzó igual. Porque la verdad no importa si la ficción es útil.

Hoy, Netanyahu necesita una nueva guerra. Una guerra que no sea como las otras. No un castigo simbólico, no una incursión breve, no un operativo quirúrgico. Una guerra verdadera. Una guerra que lo salve. Porque sabe que sin guerra, su poder se resquebraja. Porque sabe que la paz, cuando llega, hace preguntas. Y no hay discurso que resista una rendición de cuentas.

Pero Irán no es Gaza. No es un campamento. No es un enemigo pobre. Es un país, una civilización, una potencia regional con memoria de mártir. Un país que soportó una guerra de ocho años contra Irak, financiada por Occidente. Un país que aprendió a no confiar en nadie. Que se entrena en la paciencia. Que teje alianzas en silencio. Hezbollah, Hamás, los hutíes: nombres que para Netanyahu son manchas en un mapa, pero que para millones representan resistencia, fe, venganza.

Los bombardeos llegaron a Tel Aviv. A Haifa. A bases científicas. El escudo antimisiles, orgullo de la industria israelí, comenzó a mostrar fisuras. Cohetes hipersónicos cruzaron el cielo y explotaron donde nunca se pensó que podían llegar. Israel sangró. Por primera vez en mucho tiempo, sangró.

Y aun así, Netanyahu sonríe. Dice que infiltró Irán. Que destruyó silos. Que eliminó comandantes. Que bombardeó instalaciones nucleares. Pero las centrales persas están bajo tierra, a más de cuarenta metros, inalcanzables para las bombas israelíes. Solo las de Estados Unidos podrían. Las de los B-52. Y Netanyahu las quiere. Las exige.

Estados Unidos vacila. Trump, contradictorio como siempre, promete paz y amenaza con guerra. Dice que solo él puede detener a Irán. Pero su electorado está cansado. Afganistán fue una derrota. Irak, una herida. Y ahora, ¿otra guerra? ¿Contra quién? ¿Por qué?

En el mundo, las potencias que ayer se rasgaron las vestiduras por Ucrania hoy guardan silencio ante Israel. No hay sanciones. No hay discursos. Solo un murmullo incómodo. Como el que hubo en Europa, alguna vez, cuando un hombre hablaba de enemigos internos, de pureza nacional, de amenazas eternas. Aquel hombre, nacido en Austria, también fue elegido. También fue aclamado. También gobernó con miedo. Y arrastró a su país —a medio mundo— a una catástrofe que aún no termina de cerrarse.

Netanyahu no lo menciona, claro. Pero repite sus pasos. Con traje nuevo, con retórica moderna, con tecnología avanzada. Pero con el mismo fondo: la guerra como redención, el enemigo como excusa, el pueblo como rebaño.

Y, sin embargo, algo resiste.

No desesperéis de la misericordia de Dios. En verdad, Dios perdona todos los pecados. Él es el Absolvedor, el Compasivo”. — Corán, 39:53

Porque aunque el mundo arda, aunque las bombas caigan en nombre del cielo, aún hay palabras que siembran vida. Y quizás, en medio de tanta muerte pronunciada en nombre de lo sagrado, sobreviva ese antiguo susurro que dice, sin voz pero con justicia: no matarás.

 

(*) Escritor, periodista; especialista en agregado de valor y franquicias. Columnista de opinión

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