Columnistas

Trump, Nobel de la Paz… y otras finezas del absurdo

Por Iván Nolazco (*)

Uno se sienta por la mañana frente a una oscura y humeante taza de café peruano, esperando que la amargura provenga solo del grano tostado y no del mundo. Con ese leve consuelo entre las manos, uno confía —no demasiado, pero confía— en que el día no traiga más desatinos de los necesarios. Pero entonces, como quien deja caer una bomba en plena sobremesa, aparece la noticia: Donald Trump ha sido nominado al Premio Nobel de la Paz.

Paz, sí. No es error de tipeo. No es sátira, tampoco. Es, al parecer, un gesto solemne, envuelto en papel dorado, con membrete oficial del Congreso estadounidense y todo. El encargado de la nominación fue el congresista Earl “Buddy” Carter, cuyo apodo ya nos da una pista: si alguien llamado Buddy te promete paz, lo más probable es que te ofrezca primero una pistola de colección.

Según Carter, el expresidente merece ese galardón por su “papel extraordinario e histórico” en el conflicto entre Irán e Israel. Y ahí uno empieza a preguntarse si la paz, como el amor, no estará siendo malentendida. Porque si el mundo se incendia durante doce días —con misiles, drones, amenazas y muertos— y luego alguien grita “¡basta!” cuando ya no quedan muchos vidrios por romper, eso no parece exactamente la receta noruega del apaciguamiento.

Pero Carter insiste, con la convicción de quien jamás ha dudado de su peinado ni de sus certezas. Afirma que Trump evitó que Irán obtuviera armas nucleares y que su liderazgo fue “fundamental” para lograr un alto el fuego. Omite decir, con elegante torpeza, que ese mismo liderazgo también participó en la escalada previa, enviando cazas, bendiciones patrióticas y discursos inflamables.

A esta altura, uno podría pensar que el Nobel de la Paz está tomando un rumbo nuevo. Ya no premia a quienes evitan las guerras, sino a quienes las detonan con suficiente encanto y luego se muestran compungidos al ver las ruinas.

Porque si algo tiene Trump —y no se le puede negar— es ese talento peculiar de convertir cada tragedia en espectáculo, y cada espectáculo en victoria. Ya lo habían nominado antes: por promover la paz entre Corea del Norte y Corea del Otro Lado, por acercarse a la India y hasta por respirar diplomáticamente frente a líderes hostiles. No lo ganó, pero insistieron. Como si la paz fuera un asunto de casting.

Lo curioso —lo trágicamente curioso— es que la palabra paz ha comenzado a sonar como una ironía en sí misma. Ya no nos remite a la paloma blanca, sino al dron que deja caer la paz desde el cielo, con margen de error. Ya no la asociamos con silencios compartidos, sino con comunicados que anuncian el fin del fuego… justo después de quemarlo todo.

Pero más allá del espectáculo, lo que verdaderamente entristece —y a ratos indigna— es lo que se ha ido perdiendo por el camino: la seriedad de las instituciones, el peso de las palabras, la autoridad moral de organismos como la ONU, que hoy asisten mudos o aplauden tímidamente desde la platea, mientras los cañones dictan la agenda.

El derecho internacional, alguna vez brújula de la civilización, ha sido reducido a un archivo PDF que se consulta cuando conviene y se ignora cuando molesta.

Las decisiones militares —que antes pasaban, al menos formalmente, por el Congreso— ahora se anuncian por redes sociales, se ejecutan por satélite y se justifican en conferencias de prensa diseñadas para el prime time.

No hay deliberación, solo ejecución. No hay consenso, solo narrativa. Y así, la guerra se vuelve una función más del guion imperial, y la paz, una palabra hueca que adorna el telón de fondo.

Mientras Pakistán también lo postula por su intervención mágica en el conflicto con India —una intervención nocturna, sin testigos ni pruebas, pero eso sí: muy americana—, nosotros, los testigos no calificados, asistimos a esta ceremonia del absurdo con la única herramienta que nos queda: la ironía.

Porque si Trump es el Nobel de la Paz, ¿quién será el de Literatura? ¿Putin, por su novela bélica en varios tomos? ¿Netanyahu, por sus versos de defensa preventiva? ¿El propio Carter, por su cuento infantil titulado Cómo apagué el fuego con gasolina bendita?

Hay ironías que son puñales dulces. Como esa propuesta simbólica del mismo congresista para renombrar Groenlandia como “Tierra Roja, Blanca y Azul”. Porque, claro, nada dice más paz que colonizar el hielo con banderas patrias.

Y sin embargo —ay, sin embargo—, hay algo en esta farsa que duele. No porque Trump sea quien es, sino porque parece que ya no hay pudor. Porque en este teatro del mundo, cada vez hay más aplausos para los actores equivocados. Y uno sospecha que el Nobel no es un premio sino una cortina. Y que detrás de la cortina no hay paz, sino un silencio forzado, una tregua rota y un comité que firma con la pluma en una mano y el extintor en la otra.

Pero no seamos injustos. Tal vez Trump sí merezca su Nobel. Al fin y al cabo, en este siglo confundido, donde la guerra se hace en nombre de la libertad y la verdad es solo una opinión con traje, quizás él sea el símbolo perfecto de nuestra paz: ruidosa, temporal, marketinera.

Una paz tan auténtica como un reality show. Tan profunda como un tuit. Tan duradera como una campaña.

Y así, con un guiño y un suspiro, el mundo sigue su marcha. Con bombas diplomáticas, candidatos con eslóganes y nominaciones que confunden causa con consecuencia. Nosotros, mientras tanto, anotamos estas pequeñas ironías, como quien anota el poema de un tiempo que se ha quedado sin metáforas.

Y brindamos, con un poco de tristeza y otro poco de risa, por este Nobel de la Paz.

Que el dios de Israel nos guarde… y el comité noruego también.

 

(*) Escritor, periodista; especialista en agregado de valor y franquicias. Columnista de opinión

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

52 + = 53

Noticias relacionadas

Follow by Email
Twitter
YouTube
Instagram
WhatsApp