Columnistas

Civilización o barbarie, un dilema no resuelto

Por Gastón Bivort (*)

En sus últimas apariciones públicas, el presidente Fernández aseguró que «hay dos modelos de país en pugna». Tiene razón el Presidente, son dos los modelos de país que serán sometidos a la consideración de la ciudadanía en las elecciones de este domingo.

Fernández no es el primero que plantea esta divisoria de aguas que viene arrastrando la Argentina desde sus orígenes como nación, a pesar de la tradición liberal y democrática que nos legara el ideario de Mayo y la Constitución de 1853.

Lamentablemente, hay una parte de la sociedad y de la dirigencia política que no termina de discernir o lo que es peor,  quiere tergiversar, el modelo de país que soñaron nuestros padres fundadores. Existe aún en la Argentina un dilema no resuelto acerca de lo que queremos y debemos ser como nación.

En su tiempo, Sarmiento ya había avizorado dos Argentinas: una era la del progreso, la educación y el respeto a las instituciones que él resumía en la palabra «civilización»; la otra era la de la ignorancia, el atraso, la subordinación al caudillo paternalista y no a la ley, en síntesis, la «barbarie».

En «Facundo», lectura imprescindible para entender la idiosincrasia política y sociológica de nuestro país, Sarmiento ahondó y profundizó sobre este mal que aquejaba a la Argentina y propuso zanjarlo en favor de la “civilización”. En alguna oportunidad, el gran Jorge Luis Borges señaló atinadamente que “si en lugar de canonizar el Martín Fierro hubiéramos canonizado el «Facundo» como nuestro libro ejemplar, otra sería nuestra historia y sería mejor.

De haber sido así, es posible que la «civilización» ya hubiera ganado definitivamente la batalla contra el atraso, la ignorancia, el fanatismo irracional y el escaso apego a las normas. Quizás ya nadie creería en soluciones demagógicas de dirigentes mesiánicos que insisten en llevarnos a la barbarie en pleno siglo XXI.

Sin embargo, a partir de la irrupción del populismo o del mal llamado progresismo, volvimos a caer en una discusión que ya creíamos superada.

La pluma sarmientina describió de manera descarnada las dos realidades que observó en su tiempo: «Da compasión y vergüenza en la República Argentina comparar la colonia alemana o escocesa del sur de Buenos Aires y la villa que se forma en el interior. En la primera las casitas son pintadas, el frente de la casa siempre aseado y los habitantes en un movimiento y acción continua […] Han logrado algunas familias fortunas colosales. La villa nacional es el reverso indigno de esta medalla: niños sucios y cubiertos de harapos viven con una jauría de perros, hombres tendidos por el suelo en la más completa inacción; el desaseo y la pobreza por todas partes, ranchos miserables por habitación».

Hoy como ayer podemos observar esta dualidad. No obstante, hubo un tiempo que se extendió por seis o siete décadas, donde abrazamos el modelo de civilización sarmientino que nos hizo un país promisorio ante los ojos del mundo.

En esa etapa se apostó por la libertad de comercio que enriquece a una nación. Se buscó atraer inmigrantes dispuestos a trabajar y se estimuló la llegada de inversiones para apuntalar el progreso. Se defendió en forma irrestricta la propiedad privada. Se fomentó la cultura del trabajo y del esfuerzo y la educación se transformó en el motor de la movilidad social que solo encontró el mérito como techo.

En el modelo vigente (léase pobrismo, populismo o progresismo) nos encontramos frente a una economía cerrada al mundo, con una intervención estatal asfixiante que espanta a los inversores. Es un modelo que se mira en el espejo venezolano  empujando al exilio a miles de jóvenes. En él, la propiedad privada es puesta en duda frente a la complaciente mirada de funcionarios que relativizan este derecho fundamental. Si a todo ello le sumamos que la cultura del trabajo y del esfuerzo fue destruida y denigrada por planes sociales vitalicios que ofenden la dignidad humana, y que la educación pública en vez de promover la movilidad social reproduce la pobreza, está claro que nos estamos acercamos peligrosamente a la barbarie condenada oportunamente por Sarmiento.

En el modelo de civilización, se priorizaba la educación sobre las prácticas clientelares y demagógicas: «El hombre civilizado necesita más ideas que pan […] las ideas suministran pan, pero nunca el pan produce ideas», afirmaba Sarmiento.

En el país de Sarmiento, las autoridades debían gobernar para las próximas generaciones y no para las próximas elecciones. Gracias a sus políticas supimos tener un sistema educativo de excelencia que acabó con el analfabetismo. En 1869, al iniciar su presidencia, el 80% de la población argentina no sabía leer y escribir; varias décadas después el analfabetismo prácticamente había desaparecido. Sarmiento trabajó para eso a sabiendas de que no iba a ser testigo de sus logros y sin especular con capitalizar rédito político alguno.

En el país de Sarmiento, los gobernantes no se rodearían de amigos ni de aduladores; sí lo harían de hombres inteligentes y con valores éticos. ¿Alguien puede seguir creyendo que el de Fernández es un gobierno de científicos? ¿Cómo se condice el vacunatorio VIP con la ética?

En el país de Sarmiento no habría lugar para el nepotismo. En él, Máximo Kirchner, que nunca trabajó en su vida, que no tiene formación de ningún tipo y que ostenta como único «mérito» ser hijo de Cristina, jamás podría aspirar a la presidencia.

En el país de Sarmiento, el Presidente siempre daría el ejemplo sometiéndose a la ley. Cuenta Leopoldo Lugones en su biografía de Sarmiento, que una vecina de Carapachay le hizo un juicio por   una disputa de medianera, y que el juez de paz falló en contra del Presidente. «Este acató la sentencia sin chistar», afirmó Lugones.

Al hacer la fiesta en Olivos, Fernández violó su propio DNU y se negó a aceptar que cometió un delito alegando que no propagó la enfermedad. Civilización o barbarie. Usted elige.

En el país civilizado de Sarmiento, el educador,  «a efecto de su propia profesión, es uno de los seres más morales, más tranquilos y más pacientes […] que encuentra en la palabra, el consejo y la autoridad, su medio de acción […] sin que las irritaciones de pasiones fuertes perturben la serenidad de su espíritu». En el país de la barbarie, la profesora Radetich, que adoctrinó con gritos humillantes a sus alumnos, es el modelo de educador elegido por Alberto Fernández.

Cuenta una anécdota recogida por un historiador, que un estudiante de medicina se acercó a la casa de gobierno pidiendo hablar con el entonces presidente Sarmiento. Este lo recibió y sin más preámbulos le preguntó: «¿Qué necesita del Presidente, mi amigo?» General, le contestó- soy alumno de medicina y me haría falta un empleo para costear mis estudios. Sarmiento respondió: «un empleo, ¡Cuando no! ¡En nuestro país todos necesitan empleo del gobierno!» y agregó- ¡La empleomanía es la enfermedad nacional, amigo mío! ¡Nuestra patria no será un gran país hasta que los argentinos no sepan vivir del presupuesto público!». Finalmente, el estudiante de medicina no consiguió el empleo pero se llevó el consejo del Presidente: «¡Tenga cuidado con dejar los estudios!»,  le recomendó Sarmiento.

En el modelo de los Fernández, compatible con  la barbarie, el 50% de los jóvenes no terminan el secundario y 20 millones de personas viven del Estado.

Y van por más, con el claro objetivo de asegurarse una mayoría dependiente de la dádiva estatal que con su voto agradecido, les permita eternizarse en el poder.

Los modelos en pugna están sobre la mesa. Sabemos que el de la barbarie, el populismo y el pobrismo, está muy bien representado por los Fernández y sus candidatos. Esperemos que otros dirigentes nos puedan representar a quienes elegimos el de la civilización, la república y el progreso.

Como argentinos de bien y en honor al gran Sarmiento, nos merecemos que el dilema se resuelva en favor de la civilización, antes de que sea demasiado tarde y la barbarie fagocite definitivamente a la Argentina.

Quizás todavía estemos a tiempo.

(*) Profesor de Historia, vecino de Pilar

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