Columnistas

El cuidado de la democracia y el amor a la patria

Por Tomás Pérez Bodria (*)

Desde que los argentinos recuperamos la democracia en el año 1983, ha corrido mucha agua bajo el puente.
Tras el transcurso de siete tenebrosos años en que una dictadura cívico eclesiástica militar, modeló una estructura económica de cuyos perversos moldes aún no logramos liberarnos y hundió a la nación bajo un diseño de una dependencia a la medida de los intereses foráneos geopolíticamente dominantes, algo debemos haber aprendido. Sobre todo porque para ello, no trepidó en desaparecer y asesinar a treinta mil compatriotas.
Entre las tantas enseñanzas derivadas de aquél aciago período, la de no volver a comprometer la estabilidad democrática, aparece como la primaria y esencial.
No tengo dudas que para la gran mayoría de nuestro pueblo, tal aprendizaje es irreversible. Sabe perfectamente que el sistema democrático constituye el cimiento a partir del cual, paso a paso, con amplia generosidad, pero también con decisión inquebrantable, ha de edificar una sociedad que merezca ser vivida. Una en la que la exclusión, el hambre y sobre todo la distancia que separa la condición social de sus miembros, constituyan sólo un doloroso recuerdo de la que todavía reina entre nosotros.
Una sociedad en la que, por supuesto, el amor a la patria, es decir a esa argamasa que fija en la memoria colectiva, a modo de mandato irrenunciable emanado de las heridas y sacrificios de nuestros predecesores, el deber de perseguir la felicidad sobre la base del amor y la solidaridad. Nunca del egoísmo que insectifica al individuo, reduciéndolo a triste papel de custodio sólo de sus propios intereses, mientras de desentiende de la suerte colectiva..
De allí que muchos ascribimos a la aserción que dice «La patria es el otro».
Si miramos bien, no son aspiraciones demasiado pretenciosas las que enarbola nuestro pueblo. Mucho menos cuando asienta sus reales sobre una superficie continental (es decir, sin contabilizar las Islas Malvinas y la Antártida Argentina) de 2.784.000 kilómetros cuadrados, nutridos de todos los climas, suelos y recursos naturales, y se reduce a menos de 45 millones de habitantes. A lo que ha de sumarse  la superficie de la plataforma continental entre las 200 millas marinas y el límite exterior de 1.783.278 km2 de una infinita riqueza proveído por nuestros mares. Y por supuesto, los 12.173 km. 2 de nuestras Islas Malvinas y los 565.597 de la Antártida Argentina.
Nada pretenciosa. Sólo se trata de una módica aspiración de reducir la brecha por la que el 10% más pobre de la población recibió en el tercer trimestre de este año apenas el 1,3% de los ingresos, mientras que el 10% más rico concentró 33,2%.
Y, claro, es muy dudosa la supervivencia de la democracia si ese sector que acumula semejante porcentaje de la riqueza producida por todos, se abroquela férreamente para evitar el tránsito hacia un equilibrio afín a los estándares democráticos.
Y lo es mucho más cuando el advenimiento de acontecimientos como el de la pandemia que asola el mundo, expone crudamente la salvajada de tal inequidad. Es que a la ignominia de la realidad preexistente, se adosa ahora para agudizarla, la generada por el virus, con sus consecuencia gravosas sobre las vidas, la salud y la economía.
Es en este contexto en que, así como quedó expuesta la inequidad como la primordial condicionante de la democracia, emergió igualmente, desprovista de todo ropaje, la porción social que rememora con sus rostros crispados por un odio mucho más inoculado por intereses que, en general, ni siquiera son los propios, el papel que la historia deparó en muchos de sus tramos a los «idiotas útiles». Rostros y cuerpos convocados a enfrentarse al coronavirus, tanto para caer bajo su maléfica sed de muerte, como para operar como los vehículos que satisfagan su requerimiento de apoderarse de otros cuerpos prestos a prestarle cobijo.
Y, como pocas veces, quedó exhibida impúdicamente la rugosa desnudez de valores morales, políticos y humanos, de los convocantes a esta «patriada» por la «libertad». La que concretada para mayor afrenta a nuestro Libertador el 17 de agosto, contó hasta con un penoso «corralito» urdido con varios «flota flota» para la supuesta protección de dos radicales, cuya sola filiación actualizó el recuerdo de otro corralito mucho más afligente, incluso, para muchos de los mismos que ese día se manifestaron.
Convocantes de baja estofa y de nutrido pelaje de gorila que, cómodamente instalados en el comité central o en una reposera de la Costa Azul, lanzaron el tradicional «anímémonos y vayan».
Pues bien, señores convocados a favor del odio que diariamente les inoculan Clarín y La Nación. Dejen de prestase como carne de cañón a los fines inconfesables del diez por ciento más rico de la población. Dejen por favor de burlarse con sus irónicos desafíos, de los trabajadores de la salud que pelean en la primera línea de batalla contra un enemigo que no los excluye a ustedes de la mira de su cañón.
Cierren sus oídos al llamado de los pocos poderosos que los utiliza sólo para sostener sus privilegios. No emulen al valiente general de las luchas por la independencia Juan Lavalle, conocido desde el 13 de octubre de 1828 como «la espada sin cabeza». Triste caracterización que la historia le impuso por haber prestado los suyos al susurro cobarde de otros argentinos indignos del suelo en que nacieron que, desde Montevideo, al amparo de la distancia,. lo llevaron aquel día a darle muerte al coronel Dorrego, «el padre de los pobres».
No sigan ustedes sirviendo intereses que, a poco que se despojen de ese odio destructivo que no les es innato, comprenderán que son antagónicos a los suyos. Los mismos intereses, por cuya preservación, los predecesores de los actuales instigadores a generar un nuevo golpe contra el gobierno de Alberto Fernández, tumbaron la democracia el 24 de marzo de 1976, imponiendo como modo de vida de los argentinos, el terror y la desolación.
Los invito, humildemente, a unirse a la causa del pueblo. A vivir la alegría de marchar a su lado. A contribuir a la construcción de esa casa común, amplia y generosa, en cuyo seno estamos llamados a vivir en comunidad organizada, bajo los cálidos efluvios que emanan de una armonía solidaria. Ese edificio poderoso que denominamos «Patria».
Edificio que, claro está, sólo puede sustentarse en los cimientos de la democracia que ningún argentino de bien, tiene derecho a cuestionar. Menos aún en nombre de la «libertad de enfermar a sus semejantes.»

(*) Abogado especialista en Derecho Penal, dirigente polpitico y ex concejal de Pilar

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