Columnistas

Alberto Fernández, el presidente que desafió la historia

Por Gastón Bivort (*)

“Yo hice lo que me mandaste”, fue la frase utilizada por Alberto Fernández en un acto partidario realizado en La Plata en diciembre del año pasado. La frase estuvo dirigida a la vicepresidente Cristina Kirchner, también presente en el acto. Con esta expresión, se desvanecía definitivamente la ilusión de muchos de los votantes del Frente de Todos que creían en el supuesto perfil moderado de Alberto, soñando incluso con una probable ruptura con quién lo ungió candidato.

Un indicio de que esto podía ocurrir lo tuvimos durante los primeros meses de su gobierno, cuando habiendo alcanzado más de un 80% de imagen positiva por la gestión de la pandemia, optó por abandonar progresivamente su actitud conciliadora para radicalizar su discurso, mimetizándose de este modo con su mandante. Cristina acertó con su candidato, a diferencia de lo que le sucedió a presidentes como Roca, Yrigoyen y Duhalde con los propios. Desde el momento que asumió, Alberto sabía que iba a desafiar la historia. A diferencia de sus predecesores Juárez Celman, Alvear y Kirchner, eligió no sacar los pies del plato. Hay que reconocerle a Cristina el haber avizorado con agudeza esa mezcla de lealtad y servilismo que distingue a Alberto Fernández en su rol de presidente.

Julio A. Roca, el presidente saliente en 1886, designó a su concuñado Miguel Juárez Celman como sucesor. Recordemos que por aquellos tiempos de fraude electoral, el candidato oficialista tenía asegurada la victoria. Roca se imaginó quedar como el poder entre las sombras, pero nada de eso sucedió; Juárez no solo monopolizó la toma de decisiones sino que también desplazó a Roca de la conducción del PAN, dando origen al unicato juarista. Una carta de Roca refleja su decepción: “Se cree muy leal y no se le cae de la boca la palabra lealtad, y pocos hombres he conocido menos leales y falsos”. Graves problemas económicos y financieros, más las prácticas corruptas del Presidente y sus funcionarios, hicieron que saliera eyectado del poder tras la famosa Revolución del Parque. Sin embargo, Juárez pasó a la historia como uno de los presidentes que se negó a ser títere de quien lo nombró candidato.

Entre los radicales Yrigoyen y Alvear ocurrió algo similar. El primer presidente elegido bajo la ley “Sáenz Peña”, que culminaba su mandato en 1922, propuso la candidatura de Marcelo T. de Alvear, dirigente radical de familia patricia y de buen vínculo con los sectores conservadores, quien ocupaba entonces la embajada argentina en París. Yrigoyen pensó en él a fin de que el radicalismo pudiera restablecer la deteriorada relación con estos sectores, ya que la economía nacional, igual que hoy, dependía de la riqueza que generaba el campo. Además Yrigoyen creyó ver en Alvear una personalidad frívola, que rápidamente se desentendería de la gestión de gobierno para dedicarse a sus aficiones culturales y deportivas. Por eso había alentado la candidatura a vicepresidente de un hombre de su riñón: Elpidio González. La estrategia de Yrigoyen consistía entonces en intentar seguir detentando el poder a través de  su hombre de confianza en la fórmula presidencial. Pero una vez más, nada de ello ocurrió. Alvear no solo desarrolló un gobierno totalmente independiente, sino que su radicalismo más liberal e institucional, que contrastaba con el radicalismo de Yrigoyen, de corte populista y personalista, terminó generando el primer cisma en la Unión Cívica radical. A diferencia de Juárez Celman, Alvear hizo un excelente gobierno; al igual que él, se resistió a ser un títere de quien lo nombró candidato.

El tercer ejemplo lo encontramos a principios de este siglo. En este caso se trata de protagonistas del partido de Perón: Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner. Corría el año 2003 y Duhalde, quién había sido elegido por la Asamblea legislativa para que completara el malogrado período del presidente De la Rúa, buscaba un sucesor a quien apadrinar. Todavía se palpaba un profundo malestar en la sociedad con la clase política, los ecos del “que se vayan todos” se seguían haciendo escuchar. Por tal motivo, el “delfín” de Duhalde debía tener una buena imagen o, en el peor de los casos, tenía que ser un dirigente desconocido. Carlos Reutemann, recientemente fallecido, era la primera opción, pero finalmente desechó el ofrecimiento. El plan B era alguien desconocido para la mayoría, el ignoto gobernador de Santa Cruz Néstor Kirchner. Igual que en los dos casos anteriores, antes de cumplir dos años en el cargo, se deshizo de su “benefactor político” haciendo caso omiso a la célebre lealtad peronista. Ambos dirigentes políticos jugaron sus “damas” en las legislativas de 2005: Cristina derrotó a “Chiche” y con este resultado el conurbano bonaerense, región clave para consolidar el poder, cambió de manos. La historia volvía a repetirse.

Quizás el ejemplo histórico que más se acerca a la coyuntura actual, estaría representado por el vínculo que sostuvieron Perón y Cámpora. Hacia fines de 1973, el General Lanusse había introducido una cláusula proscriptiva que impedía la candidatura de Perón. Por lo tanto, este último designó a un hombre de su entera confianza para ocupar ese lugar, sin disimular que seguiría siendo él, el verdadero depositario del poder. “Cámpora al gobierno, Perón al poder” era la consigna. La lealtad de Cámpora era a toda prueba, rayando casi con el servilismo. Una vieja anécdota lo muestra de cuerpo entero: dicen los que lo conocieron, que cuando Perón le preguntaba la hora, Cámpora le respondía: “la que usted quiera mi General”. Sin embargo, y más allá de esa lealtad, Cámpora no supo o no pudo interpretar a Perón, quien había decidido bajarle el pulgar a su otrora “juventud maravillosa”. Su breve gestión de 49 días fue un rotundo fracaso que le costó el gobierno. Terminó siendo defenestrado y denigrado por Perón.

Hoy lo vemos a Alberto Fernández todo el tiempo sobreactuando para congraciarse con su jefa y con el sector más radicalizado de la coalición gobernante. Sus posturas respecto a Venezuela, Nicaragua y más recientemente a Cuba, lo demuestran. Lo mismo cuando cuestiona el  mérito, la propiedad privada o el capitalismo. Todo sirve para demostrar ser “más papista que el Papa”.

Sin embargo, Cristina, como Perón respecto de Cámpora en su momento, cree que más allá del esfuerzo, Fernández y sus ministros no pudieron o no supieron interpretarla. Es la lectura que hace de las encuestas que hoy indican que más de un 70% de los argentinos desaprueban la gestión de gobierno. Por eso también, al igual que Perón, Cristina defenestra y denigra a Fernández. A esta altura está claro que no habrá reelección ni albertismo alguno; Cristina ya piensa en intérpretes más confiables como el gobernador Kicillof.

Con la decisión de Fernández quedó claro entonces que la historia no siempre se repite. A diferencia de aquellos presidentes que optaron por desafiar a sus mentores, Alberto prefirió inmolarse en el altar de Cristina.

Desafió la  historia y al hacerlo, hipotecó definitivamente su futuro político.

(*) Profesor de Historia, vecino de Pilar

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