Columnistas

Ajuste: el gobierno, a punto de caer en la trampa de su propia palabra maldita

Por Diego Dillenberger (*)

“Ya no se puede hacer un gran ajuste y sacar las fuerzas armadas a la calle”. Para un concurso de preguntas y respuestas: ¿quién dijo esta frase? ¿Un socialista, un peronista, un kirchnerista?… Mal. La sentencia es de Jaime Durán Barba, el gurú ecuatoriano que ayudó Mauricio Macri a llegar al poder y lo asesoró a lo largo de todo su mandato.

Así nació el tristemente célebre “gradualismo”, que terminó llevando a Macri a la derrota electoral de 2019 por no poder encaminar las reformas estructurales que precisaba la economía con urgencia, si pretendía la reelección.

“Ajuste”, que, en realidad, es una palabra muy bonita (imaginemos lo feo que queda algo “desajustado’’), en la Argentina se convirtió en algo así como “el verbo prohibido”. Y ese es el mayor “hit” del peronismo y, particularmente, del kirchnerismo: cualquier cosa que pueda ser catalogado de “ajuste” es “maldito”.

El peronismo logró cambiarle el significado a la palabra y dominar el debate simplemente controlando el sentido del término “ajuste”. Algo que podría sonar muy positivo en cualquier lado, en la Argentina es algo diabólico: la economía debe estar siempre bien desajustada.

Y el mayor trofeo es que el kirchnerismo consiguió instalar el significado de “ajuste” que más le gusta a ambos lados de la “grieta”. Este logro ha conseguido hasta ahora que nadie pudiera gobernar tranquilo. Dominando el significado de una sola palabra, el peronismo controlaba el poder aun estando en la oposición.

El ejemplo de EEUU

Algo así habían conseguido los republicanos en los Estados Unidos en los 80, luego de los dos mandatos económicamente muy exitosos de Ronald Reagan: que los demócratas se sintieran obligados a hablar el idioma de los conservadores. Así, cuando en 1988 intentaron ganarles a los republicanos, perdieron ante George Bush (padre), que había sido el vicepresidente de Reagan.

Los votantes dejaron pedaleando en el aire a los demócratas que pedían “más impuestos”, cuando Reagan había convertido a “impuestos” es un verdadero insulto. Entonces los demócratas descubrieron que algo no entendían del idioma en el que les debían hablar a sus votantes.

Buscaron respuestas a su fracaso, hasta que dieron con las ideas de un lingüista: George Lakoff. El profesor de la universidad de Berkeley había trabajado, justamente, sobre cómo se domina el mundo políticamente controlando el lenguaje y el significado de las palabras. Para Lakoff, que siempre se autodefinió políticamente como “progresista”, vivimos y nos manejamos con metáforas: no hay que andar pregonando más “impuestos”, sino más educación, salud y oportunidades para todos. Él lo llamaba “cambiar el marco” de esas metáforas instaladas para ganar el debate.

Lakoff fue muy importante en el regreso al poder de los demócratas después de un período republicano tan largo y coronado con la caída del Muro de Berlín. Los demócratas aprendieron a hablar un idioma propio que volvió a entusiasmar a los estadounidenses.

¿No habría necesitado Macri un Lakoff que lo ayudara a cambiar el “marco” de su discurso para poder desinstalar que las reformas a las que había renunciado se podrían traducir y relatar de otra forma que con el “maldito ajuste”? Pero eso es para otro capítulo de la historia.

Las necesidades de Alberto y Cristina

Hoy la pregunta inquietante es si Alberto Fernández y Cristina Kirchner no estarán necesitando ahora también un “Lakoff” y de suma urgencia.

La suba del dólar “blue” de los últimos días está indicando que los mercados se dieron cuenta de que el Banco Central se está quedando sin reservas. Hay una inflación creciente, pero contenida gracias a un dólar “oficial” artificialmente bajo que no tiene sustento. Los mercados ya saben que en el mejor de los casos podría aguantar el gobierno sin devaluar hasta las elecciones del 14 de noviembre, pero después no quedará más remedio: el “ajuste maldito” llegará indefectiblemente por la devaluación y simultánea recesión con un brote inflacionario que empobrecerá mucho más aún a los argentinos: eso sería algo así como el “ajuste” tan demonizado, pero protagonizado por el propio kirchnerismo.

Pero Alberto y Cristina tienen un problema adicional en el camino: en el mejor de los casos, el “ajuste” podría ser un episodio pasajero que genere un pozo de pobreza importante. Agarrarían ese pozo justo en el 2022, un año en el que no hay elecciones. El ajustazo podría dar paso a un año de rebote en el 2023, cuando la vicepresidenta Cristina Kirchner se jugaría ya definitivamente volver al llano y enfrentar sus muchas causas judiciales o permanecer en el poder de alguna forma o mediante algún nuevo “delegado”.

Pero al problema autogenerado de no poder hacer un “ajuste” se le suma el otro gran “hit” del kirchnerismo: el FMI.

El 8 de julio en la Cámara de Diputados, Máximo Kirchner advirtió que no nos debíamos “arrodillar ante los caprichos de los laboratorios extranjeros”, en referencia a la fuerte demanda popular por las vacunas desarrolladas en Estados Unidos. Sin mencionarla, se refería especialmente a la de Pfizer, que a pesar de haberle ofrecido a la Argentina tempranamente millones de dosis, no podía entrar al país por una ominosa cláusula de “negligencia” que consiguió imponer su bloque para rechazar esa vacuna.

Acto seguido preguntó con tono de maestro enojado con sus alumnos: “Si así nos fue con los laboratorios, como nos va a ir con el FMI”?

El presidente Alberto Fernández acababa de contrariar al heredero de la dinastía Kirchner con un decreto que anulaba esa ominosa cláusula agregada por la diputada Cecilia Moreau a pedido de la mamá de Máximo. La cifra de muertos por el coronavirus se acercaba a los cien mil, y el Presidente imaginaría un futuro con una posible acusación de “genocidio” por parte de los familiares de víctimas del coronavirus que podría recaer sobre él: el temor a la ira que podrían provocar eventuales imágenes de adolescentes con comorbilidades fallecidos por no poder ser vacunados con “la Pfizer” fue más fuerte que el fanatismo de la diputada Moreau y su cláusula “geopolíticamente correcta”.

Cuestiones de Fondo

Pero la advertencia de Máximo de no ceder ante el FMI es mucho más compleja que la cláusula “anti Pfizer”: la demonización del “Fondo” es el segundo “gran éxito” del kirchnerismo.

En su momento, el entonces presidente Néstor Kirchner se “sacó de encima” al Fondo Monetario pagándole diez mil millones con reservas que la Argentina no tenía para inmediatamente pedirle prestado (muchísimo más caro) al gobierno venezolano de Hugo Chávez: instauró un “relato” épico de independencia de las políticas del Fondo que al país le costó más de 2 mil millones de dólares de intereses innecesarios.

Salió un tanto caro, pero fue un relato muy bien instalado que hoy es un verdadero “cepo” que ata de pies y manos al gobierno del presidente Fernández. “Ajuste y FMI”: juntos son dinamita.

Al FMI se le deben 45 mil millones, de los cuales vencen 18.000 millones en 2022: impagables con el estado actual de la economía sin un acuerdo. Pero ese acuerdo exigiría un “ajuste”. El Fondo no habla de ajuste, sino de programa económico y reformas. Son las mismas reformas que Macri no quiso hacer por el temor que le transmitía Durán Barba sobre el “ajuste”.

Y son las mismas reformas que el presidente Alberto Fernández podría haber emprendido cómodamente cuando, al arrancar su gobierno, prometió un Consejo Económico y Social presidido por el economista Roberto Lavagna.

Pero el propio Fernández fue desautorizado por Cristina y su heredero y no pudo seguir adelante. El Consejo Económico y Social nunca se formó y terminó en una promesa tan vana como la del asado y la heladera llena.

El cambio de visión del Presidente fue tan dramático, que dejó a los mercados con la boca abierta en una entrevista -nada menos- que con el Financial Times (uno de los diarios económicos más influyentes del mundo) en la que afirmó que “a mí no me gustan los planes económicos”.

Qué le hubiese recomendado Lakoff a Fernández: cambiá el marco del debate, en lugar de repetir la letanía de “aplicar las recetas del FMI que siempre llevaron al fracaso del pueblo”, emprendamos las reformas que hagan de la Argentina un país más próspero para todos y todas y -de ser necesario- también para “todes”. Faltó un poco de imaginación.

El acuerdo con el FMI se podría haber cerrado exitosamente en medio de la pandemia con ese programa “propio, nacional, popular, kirchnerista y para todes”, porque el coronavirus y la situación desesperada de la mayoría de los países en desarrollo tenían mucho más “blandito” que nunca al Fondo. De hecho, el “obsequio” de 4.500 millones de dólares en derechos especiales de giro (la unidad contable del FMI) que la Argentina recibió como tantos otros países en desarrollo, son una prueba de ese Fondo “desprendido” por los efectos de la pandemia.

Pero el presidente la dejó pasar, y ahora que la pandemia está amainando, el FMI ya no está tan laxo, y hasta el cargo de la directora Kristalina Georgieva -con la que el ministro Martín Guzmán tejió tan buenas relaciones- está hoy en duda. La economista búlgara estaría en la cuerda floja por investigaciones que pesan sobre su rol para beneficiar con trampas a China cuando estaba al frente del Banco Mundial.

“Ajuste”, “recetas del FMI”: los Frankensteins lingüísticos creados por el kirchnerismo que fueron tan exitosos en atar a Macri de pies y manos, ahora se podrían volver en contra del gobierno kirchnerista.

Un default con el FMI dejaría a la Argentina sin acceso a absolutamente ninguna fuente de financiación: ni Banco Mundial, ni el BID, ni la Corporación Andina le prestaría un dólar a la Argentina, y las empresas no podrían acceder a los habituales seguros de crédito de importaciones, como Eximbank, de Estados Unidos, Coface, de Francia, o Hermes, de Alemania.

Si hoy la economía está muy complicada, mejor ni imaginar lo que podría venir con un default ante el Fondo.

El “ajuste” se daría automáticamente y sin atenuantes: el gobierno tendría que optar entre una crisis terminal a lo “Venezuela” o tragarse el gigantesco “sapo” o, mejor dicho: tragarse las palabras tan cuidadosamente resignificadas por el kirchnerismo para que nadie pudiera gobernar. ¿Encontrará el gobierno su propio Lakoff para salir de esta encrucijada?

(*) Licenciado en socioeconomía. Director periodístico de la revista Imagen. Dirige y conduce La Hora de Maquiavelo, programa de TV sobre comunicación política y empresaria 

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